Cuento siniestro/ de terror: "Los Corredores"
Por lo general, me visto adecuada a la estación del año en que estoy. Durante el verano, las camperas para la nieve y la ropa más gruesa se empolvan en el altillo, y en el invierno, intercambian lugares con los shorts playeros. Estaba en febrero, recién llegada de la costa, por lo que el día de intercambio ya había pasado hace rato, y mi ropa fresca estaba guardada en el placard, lista para usar. Pero esta vez me miré el brazo y tenía puesto el tapado azul que heredé de mi abuela, y, para sumar a mi desconcierto, un cartel de papel con un número en el pecho. Nunca estuve tan abrigada en febrero, salvo por las veces en que tuve fiebre, pero si ese era el caso, lo más probable es que estuviese usando uno de mis sweaters gastados de entre casa, no un abrigo tan formal, y menos aún un número en el pecho. Y, si tuviese fiebre, lo que menos estaría haciendo es estar parada en el medio de una calle, fuera de casa. Y, además, para que quede claro que fiebre no tenía, no sentía ningún tipo de dolor de cabeza ni malestar físico.
Clavada en el asfalto, veía como muchas personas con
uniformes deportivos y carteles como el mío venían corriendo hacía mí, desde un
paisaje que no alcanzaba a descifrar. Intenté girarme para entender hacía donde
corrían, pero no pude, estaba completamente paralizada. Si bien me esforcé en
reconocerlos, solo fue familiar un chico que recuerdo haber cruzado en el
colectivo, que tuvo la mirada clavada en mí durante todo el viaje. No había más
que rostros desorbitados, robotizados, sin orejas y con ojos que me pasaban por
encima. En sus miradas buscaba desesperadamente alguien a quien yo, inmóvil y
abrigada de más en la calle, le resultase suficientemente llamativa como para salirse
de su camino y ayudarme a irme de ahí, y no sucedía. Estaban concentrados y
organizados, como un batallón, determinados en llegar a quien sabe dónde. Corrían
y corrían sin un rastro de euforia. Pestañé, y al volverlos a ver, dejaron de
atormentarme sus ojos plastificados, porque ya no tenían rostro alguno.
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