Autobiografía (2)
Emma
Entre Emma y yo había un conflicto de intereses. Ambas
éramos preguntadoras seriales de “¿me das cuando no quieras más?”. No es que no
tuviésemos comida propia, pero durante el corto recreo de almuerzo nuestro
apetito de pubertas se expandía el triple, e imaginábamos las viandas de nuestros
compañeros como la mesa de navidad. La cantidad de sobras que dejaba cada uno
de los treinta que éramos en el curso daba margen para que nos armemos un segundo
plato, pero, obviamente, todas las sobras no cotizaban igual. La pirámide estaba
encabezada por los ravioles con tuco de Rocco. A él no le gustaban mucho, así
que optaba por comprarse un alfajor y dejar el plato casi entero para Emma o
para mí. Después le seguían los buñuelos de espinaca de Mateo, algún tipo de
sanguche de Tito, y cualquier comida que haya sido comprada en el kiosco de
Sara, que siempre tuvo muy buena mano para la cocina.
A partir del recreo de las diez se desataba la guerra, porque había un pacto silencioso de que si arrancábamos a cantarnos las
sobras desde la mañana dábamos imagen de angurrientas. Pero al sonar el timbre,
cada una se acercaba en secreto a acechar a nuestros compañeros con el “¿me das
cuando no quieras más?”, topándonos en varias oportunidades con que la otra ya nos había ganado de mano.
Tercer año fue el punto de inflexión. Nuestros compañeros
estaban cada vez más altos y sus estómagos se ampliaron. No solo ya no dejaban
más sobras, sino que pretendían arrasar con todas las otras.
Además, formaron una alianza intra-varones, en la que cada vez que uno de los varones dejaba restos se los repartían entre ellos.
Ante esta situación, el recurso al que acudimos Emma y yo para al menos mantener
nuestras panzas entretenidas fue hacer “mitad-mitad”. El día de la semana en
que Emma traía capelettinis yo me encargaba de comprar milanesas con arroz. Nos
separábamos la mitad para cada una y, aunque no estuviésemos comiendo más, al
menos era un poco más variado.
En los últimos años de secundario a Emma tampoco le
cocinaban más, así que nos asegurábamos de entre las dos administrar cada
centavo de nuestra plata de almuerzo para hacer micro degustaciones. Nos
transformamos en catadoras de los comercios temperlinos que rodeaban la zona de
la estación. Probamos la fiambrería de 25 de mayo y la de Meeks, las patitas de
pollo de las chicas de enfrente de la plaza y descubrimos una nueva pasión por
los panchos de dudosa procedencia que vendían al lado del andén. Más allá de
las variedades que probásemos, siempre guardábamos algún vuelto para comprar al
final de la semana un Dos Corazones y hacer “mitad-mitad”.
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