Autobiografía Final: "Patrimonio Anecdótico"
1
Al principio, padecía subir las escaleras de roble y
acomodarme en el piso de arriba. Para mí la casa arrancaba en el alero de
entrada y terminaba en el jardín, en la pared de la palmera. Si bien esa
extensión en un comienzo también me intimidaba, de a poco logré amigarme con
los rincones más oscuros a través de juegos que le agregaban un aire liviano.
De hecho, había logrado convertir el rincón que se armaba entre la puerta del garaje
y las macetas de orquídeas en lo que bauticé como “mi mundo”. No recuerdo en lo
más mínimo de donde saqué esa expresión ni que significaba, ni tampoco que era
lo que exactamente hacía en ese “mi mundo”, pero al menos conservo una vaga
sensación de tranquilidad y de placer al mirar las orquídeas en sombra. Y de lo
que estoy segura es que aquella sensación era algo que no podía sentir por el
piso de arriba y sus escaleras de roble. Para mi suerte, hasta los seis años eso
no significaba un problema, porque cuando tenía que ir a dormir a lo de mis
abuelos a Ernesto no le molestaba dejarme dormir con su esposa y encargarse él
de ir para arriba. Hasta le causaba gracia como yo, sin decir nada, le apuntaba
con el índice al techo aludiendo a que me haga el favor de intercambiar
lugares. Ernesto no tenía drama, porque para él no era tan grave alterar un
poco la rutina para darle el gusto a su nieta.
Después de los siete, la situación cambió, y no porque
Ernesto tuviese problema en cederme su lugar, sino por culpa de Lupe. Ella con
sus cuatro añitos se sentía muy graciosa copiándome y apuntando para arriba con
el índice. El tema era que Lupe no le hacía el gesto a Ernesto solo, sino que a
mí también. Creo que ahí fue cuando aprendí que las hermanas menores
simplemente no pueden contenerse de querer imitar a su hermana mayor a todo momento,
que ser mi plagiadora más fiel es una condición que adquirió al nacer, y que
nunca cambiaría. De todas formas, gracias a que Lupe usurpó mi lugar en la cama
de la abuela tuve la oportunidad de entrar en confianza con el piso de arriba.
Ahora Ernesto y yo éramos los desplazados, pero al menos no tenía que subir yo sola.
En la primera noche en que subí, Ernesto me dejó
elegir en cuál de las camas gemelas dormir. Me acosté en la del lado de la
pared y me metí debajo del acolchado, y él se sentó en la de la ventana. Al
levantar la vista, noté que al lado de la puerta había una foto enmarcada en
blanco y negro de dos hombres de traje. Naturalmente pregunté quiénes eran. “¡El
gordo y el flaco!” respondió Ernesto, mientras juntaba las manos y las movía eufóricamente.
Me contó que eran un dúo cómico antiquísimo, y que habían sido de los más
graciosos de la historia. Relató un par de sus escenas más populares intentando
imitar sus gestos, y de pronto encontré en el piso de arriba de la casa de mis
abuelos una nueva fuente de entretenimiento. Dejó de molestarme que Lupe me
haya robado el lugar porque ahora, cada vez que suba las escaleras, sentía
tener un poder ilimitado de pedir historias del gordo y el flaco. A la larga
esto no sería tan así, porque a los setenta y tres años la memoria ya no está
tan aceitada, por lo que en un punto a Ernesto se le acabarían las escenas. Sin
embargo, cuando ese día llegó esto no fue un problema. Las noches que le
siguieron conocí a Chaplin, y las que vinieron aún después a quien se
transformaría en mi personaje favorito: Ernestito.
Ernestito había nacido en Lanús, en un año con números
tan raros que ni siquiera podía retenerlos. Venía de una familia mezclada entre
españoles, ingleses e italianos, donde era imposible mantener el árbol
genealógico organizado, porque cada nombre se repetía al menos dos veces. Fue a
una escuela técnica, y al crecer se dedicó a trabajar en el rubro de la
instalación de calefacciones y aires acondicionados, y, por más aburrido que
este origen pudiese sonar, capítulo a capítulo fui descubriendo como sus
historias abarcaban todos los géneros y temáticas posibles. A Ernesto nunca se
le acababan las historias de Ernestito, convirtiéndose en una verdadera novela
inagotable, de la que siempre podría escuchar una parte nueva antes de dormir.
Una de las que más recuerdo es la de cuando Ernestito
fue a la colimba. En uno de los días de servicio que le tocaron lo mandaron a hacer
guardia de una habitación donde se guardaban documentos y archivos importantes.
Mientras más pasaba el tiempo se hacía inevitable que la mente de Ernestito no
se disperse, porque a él siempre le gustaba estar haciendo algo, hablando con
alguien o leyendo alguna otra cosa. La habitación daba a la costanera de Buenos
Aires, un paisaje infinitamente diferente al de Lanús, por lo que su cuerpo casi
en automático se empezó a acercar a la ventana. De un momento a otro,
Ernestito, sin darse cuenta estaba con sus codos apoyados en el marco y las
manos sujetando su cara, contemplando el agua bonaerense. Cuando Ernesto narraba
esa imagen me lo imaginaba como si fuese yo la que estuviese ahí, y pensaba que
divertido sería vivir una aventura como las que diariamente le tocaban a
Ernestito. Pero repentinamente aquella mirada romántica del servicio militar se
frenó con la irrupción de un militar que le sacó el arma a Ernestito de la
parte trasera de su cinturón, gritándole como nunca antes en su vida. Y como en
todas sus historias, aunque tuviese algún traspié, todo terminaba saliendo
relativamente bien, o al menos así es como me lo contaba Ernesto.
El piso de arriba pasó a ser definitivamente mi lugar
preferido en toda la casa, porque cuando quisiese podría encontrarme con
Ernestito, que siempre estaba sumergido en una aventura distinta, listo para
que yo la escuchase.
2
La historia de mis años de primaria era más o menos
siempre igual. Se empieza a terminar el verano, arrancan los consejos
maternales de “andate a dormir temprano así vas acomodando el sueño”, las
compras a último momento de la innecesaria “lista de materiales” y mi mamá
estresada porque cada año me crecían las patas un talle más. Lo que implicaba
salir corriendo y gastarse el ahorro del aguinaldo en un par de guillerminas
carísimas, que no serían más que un disparador para volver a salir corriendo y
gastarse el aguinaldo del año siguiente por la misma irritante, e irremediable,
causa. Pero más allá de algunos inconvenientes, siempre nos las arreglábamos
para llegar al primer día de clases con todo listo… (a excepción del
certificado médico, que nunca entregué antes de mediados de abril).
Yo no era fácil en las mañanas. No me malentiendan,
solía arreglármelas sola para prácticamente todo, pero no podía evitar sentir
la frazada como una muralla de la que no podía salir sin protección para la
supuesta helada que había afuera. Es así que, mi mamá tomó la costumbre de
meterme el uniforme del colegio adentro de la cama por un costado, para salir
al mundo ya vestida. No me malentiendan, no es que no quisiese salir porque no
me gustaba ir al colegio, al contrario, me encantaba, pero cambiarme afuera de
la cama era algo que no podía negociar. Una vez que ese asunto se resolvía, yo
ya estaba con los mejores ánimos, tomaba una chocolatada, me ponía las
guillerminas a estrenar y, por lo general, miraba el principio del segundo
capítulo de Phinneas y Ferb, que, para el que no esta familiarizado con la
programación de Disney de la década del 2010, significaba que ya eran las ocho,
y que iba a llegar tarde. Nancy, amiga de mi abuela y secretaria del colegio,
me suplicaba que llegue temprano la próxima, porque le daba pena ponerme el
sellito de “llegada tarde” en el cuaderno de comunicaciones. Yo le juraba que
así sería, aunque nunca me tomé la promesa muy enserio, porque en el fondo creo
que me gustaba mirar un rato más de dibujitos, ir con un poco menos de tráfico
en la calle, tocar timbre en la puerta vacía del colegio, esperar a que el
portero, Iván, me venga abrir, reírme con uno de sus chistes, y charlar un rato
con Nancy.
Igualmente, había otra motivación aún mayor que estaba
implicada en la vuelta a clases, algo que mantenía en el centro de mi
conciencia todo el verano. Quizás me estaba precipitando un poco, pero para mi
retomar las clases era estar un paso más cerca de agosto, es decir, un paso más
cerca de los ensayos para la obra de teatro anual de fin de clases. Sin
exagerar, cuando me entregaban el guion sentía como si tuviese un fangote de
oro en manos. Los ojos se me duplicaban en tamaño, ponía cara de loca y le sonreía
a la señorita con mis dos paletones sobresalientes, exclamando “¡GRACIAS!”.
Había un poco de bronca entremezclada también, porque por más de que todo el
año mantuviese las mejores notas, las señoritas nunca me tenían en cuenta como
potencial protagonista o si quiera como personaje secundario. Había unos
personajes que se encontraban aún más abajo en los rangos de importancia en la
obra, a los que llamaban “los inventados”. Al ser un curso de treinta chicos,
al ser obligatorio que todos participemos y al no existir historias con tantos
personajes, las señoritas necesitaban inventar algunos que no modifiquen la
trama para cubrir los cupos. Yo siempre era de esos. No me asignaban más de
tres líneas y cuando llegaba a casa de mis abuelos derramaba un par de lágrimas
en secreto. Estaba harta de que todos los años los roles más relevantes los
ocupen los mellizos de pelo dorado o Justo y Juani, quienes siempre se llevaban
el galardón de los payasos de la clase. Cabe aclarar, que, de todas formas, yo
me sentía feliz por ellos y, al fin y al cabo, me gustaba verlos actuar porque
tenían su carisma.
Después de dar vueltas sin parar alrededor de la mesa
verde redonda y de caminar por toda la casa mientras relataba discursos
argumentativos sobre la injusticia que vivía, terminaba sacando mis propias
reflexiones y encontraba formas diferentes de pensar la situación a cada
rincón, costumbre que sigo manteniendo. Mis abuelos me miraban riéndose y me
escuchaban, y aunque no tuviesen mucho lugar para acotar con algún consejo yo
valoraba su oreja y ellos eran felices de prestarla. Acto seguido, me iba al estar
y me leía todo el guion de un tirón. Y no solo eso, sino que me lo aprendía de
memoria. Ensayo tras ensayo recordaba que no me gustaba actuar, más bien, me
gustaba leer la historia y verla en acción. Memorizarme el guion era como un
doble ejercicio, me atrapaba leerlo, pero al mismo tiempo entre más me lo
aprendía lo sentía como propio. Me gustaba recitar todas las líneas de corrido
en la escalera de mi casa, escuchar como sonaban, escucharlas también en boca
de mis compañeros como si estuviesen interpretando algo escrito por mí,
ayudarlos a aprenderse sus líneas en los recreos y, en el día del acto, ver mi
obra realizada.
Llegaba el verano de nuevo. Habría Word en la
computadora de mi abuelo. Ponía el título de una película que había visto
alguna vez en la tele. Anotaba los nombres de mis compañeros en lista, los
resaltaba con sus colores favoritos, y les elegía un papel. Inventaba algún que
otro diálogo y llenaba como mucho dos páginas. No era una guionista muy
ambiciosa, pero esos pequeños y esporádicos escritos me servían para calmar la
ansiedad hasta el próximo agosto.
3
Entre Emma y yo había un conflicto de intereses. Ambas
éramos preguntadoras seriales de “¿me das cuando no quieras más?”. No es que no
tuviésemos comida propia, pero durante el corto recreo de almuerzo nuestro
apetito de pubertas se expandía el triple, e imaginábamos las viandas de
nuestros compañeros como la mesa de navidad. La cantidad de sobras que dejaba
cada uno de los treinta que éramos en el curso daba margen para que nos armemos
un segundo plato, pero, obviamente, todas las sobras no cotizaban igual. La
pirámide estaba encabezada por los ravioles con tuco de Rocco. A él no le
gustaban mucho, así que optaba por comprarse un alfajor y dejar el plato casi
entero para Emma o para mí. Después le seguían los buñuelos de espinaca de
Mateo, algún tipo de sanguche de Tito, y cualquier comida que haya sido
comprada en el kiosco de Sara, que siempre tuvo muy buena mano para la cocina.
A partir del recreo de las diez se desataba la guerra
fría, porque había un pacto silencioso de que si arrancábamos a cantarnos las
sobras desde las ocho dábamos imagen de angurrientas. Pero al sonar el timbre,
cada una se acercaba en secreto a acechar a nuestros compañeros con el “¿me das
cuando no quieras más?”, topándonos en varias oportunidades con que la otra ya nos
había ganado de mano.
Tercer año fue el punto de inflexión. Nuestros
compañeros estaban cada vez más altos y sus estómagos se ampliaron. No solo ya
no dejaban más sobras, sino que pretendían arrasar con todas las del resto del
curso. Además, formaron una alianza intra-varones, prometiéndose los restos
entre ellos. Ante esta situación, el recurso al que acudimos Emma y yo para al
menos mantener nuestras panzas entretenidas fue hacer “mitad-mitad”. El día de
la semana en que Emma traía capelettinis yo me encargaba de comprar milanesas
con arroz. Nos separábamos la mitad para cada una y, aunque en verdad no
estuviésemos comiendo más, al menos era un poco más variado.
En los últimos años de secundario a Emma ya no le
cocinaban más, así que nos asegurábamos de entre las dos administrar cada
centavo de nuestra plata de almuerzo para hacer micro degustaciones. Nos
transformamos en catadoras de los comercios temperlinos que rodeaban la zona de
la estación. Probamos la fiambrería de 25 de mayo y la de Meeks, las patitas de
pollo de las chicas de enfrente de la plaza y descubrimos una nueva pasión por
los panchos de dudosa procedencia que vendían al lado del andén. Más allá de
las variedades que probásemos, siempre guardábamos algún vuelto para comprar al
final de la semana un Dos Corazones y hacer “mitad-mitad”.
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