Autobiografía (1)
Yo no era fácil en las
mañanas. No me malentiendan, solía arreglármelas sola para prácticamente todo,
pero no podía evitar sentir la frazada como una muralla de la que no podía
salir sin protección para la supuesta helada que había afuera. Es así que, mi
mamá tomó la costumbre de meterme el uniforme del colegio adentro de la cama
por un costado, para salir al mundo ya vestida. No me malentiendan, no es que no
quisiese salir porque no me gustaba ir al colegio, al contrario, me encantaba,
pero cambiarme afuera de la cama era algo que no podía negociar. Una vez que
ese asunto se resolvía, yo ya estaba con los mejores ánimos, tomaba una
chocolatada, me ponía las guillerminas a estrenar y, por lo general, miraba el
principio del segundo capítulo de Phinneas y Ferb, que, para el que no esta
familiarizado con la programación de Disney de la década del 2010, significaba
que ya eran las ocho, y que iba a llegar tarde. Nancy, amiga de mi abuela y
secretaria del colegio, me suplicaba que llegue temprano la próxima, porque le
daba pena ponerme el sellito de “llegada tarde” en el cuaderno de
comunicaciones. Yo le juraba que así sería, aunque nunca me tomé la promesa muy
enserio, porque en el fondo creo que me gustaba mirar un rato más de dibujitos,
ir con un poco menos de tráfico en la calle, tocar timbre en la puerta vacía
del colegio, esperar a que el portero, Iván, me venga abrir, reírme con uno de
sus chistes, y charlar un rato con Nancy.
Igualmente, había otra
motivación aún mayor que estaba implicada en la vuelta a clases, algo que
mantenía en el centro de mi conciencia todo el verano. Quizás me estaba
precipitando un poco, pero para mi retomar las clases era estar un paso más
cerca de agosto, es decir, un paso más cerca de los ensayos para la obra de
teatro anual de fin de clases. Sin exagerar, cuando me entregaban el guion sentía
como si tuviese un fangote de oro en manos. Los ojos se me duplicaban en tamaño,
ponía cara de loca y le sonreía a la señorita con mis dos paletones sobresalientes,
exclamando “¡GRACIAS!”. Había un poco de bronca entremezclada también, porque por
más de que todo el año mantuviese las mejores notas, las señoritas nunca me
tenían en cuenta como potencial protagonista o si quiera como personaje
secundario. Había unos personajes que se encontraban aún más abajo en los
rangos de importancia en la obra, a los que llamaban “los inventados”. Al ser
un curso de treinta chicos, al ser obligatorio que todos participemos y al no
existir historias con tantos personajes, las señoritas necesitaban inventar algunos
que no modifiquen la trama para cubrir los cupos. Yo siempre era de esos. No me
asignaban más de tres líneas y cuando llegaba a casa de mis abuelos derramaba
un par de lágrimas en secreto. Estaba harta de que todos los años los roles más
relevantes los ocupen los mellizos de pelo dorado o Justo y Juani, quienes
siempre se llevaban el galardón de los payasos de la clase. Cabe aclarar, que,
de todas formas, yo me sentía feliz por ellos y, al fin y al cabo, me gustaba
verlos actuar porque tenían su carisma.
Después de dar vueltas sin
parar alrededor de la mesa verde redonda y de caminar por toda la casa mientras
relataba discursos argumentativos sobre la injusticia que vivía, terminaba
sacando mis propias reflexiones y encontraba formas diferentes de pensar la
situación a cada rincón, costumbre que sigo manteniendo. Mis abuelos me miraban
riéndose y me escuchaban, y aunque no tuviesen mucho lugar para acotar con
algún consejo yo valoraba su oreja y ellos eran felices de prestarla. Acto
seguido, me iba al estar y me leía todo el guion de un tirón. Y no solo eso,
sino que me lo aprendía de memoria. Ensayo tras ensayo recordaba que no me
gustaba actuar, más bien, me gustaba leer la historia y verla en acción.
Memorizarme el guion era como un doble ejercicio, me atrapaba leerlo, pero al
mismo tiempo entre más me lo aprendía lo sentía como propio. Me gustaba recitar
todas las líneas de corrido en la escalera de mi casa, escuchar como sonaban, escucharlas
también en boca de mis compañeros como si estuviesen interpretando algo escrito
por mí, ayudarlos a aprenderse sus líneas en los recreos y, en el día del acto,
ver mi obra realizada.
Llegaba el verano de
nuevo. Habría Word en la computadora de mi abuelo. Ponía el título de una
película que había visto alguna vez en la tele. Anotaba los nombres de mis
compañeros en lista, los resaltaba con sus colores favoritos, y les elegía un
papel. Inventaba algún que otro diálogo y llenaba como mucho dos páginas. No
era una guionista muy ambiciosa, pero esos pequeños y esporádicos escritos me servían
para calmar la ansiedad hasta el próximo agosto.
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