Autobiografía (1)

La historia de mis años de primaria era más o menos siempre igual. Se empieza a terminar el verano, arrancan los consejos maternales de “andate a dormir temprano así vas acomodando el sueño”, las compras a último momento de la innecesaria “lista de materiales” y mi mamá estresada porque cada año me crecían las patas un talle más. Lo que implicaba salir corriendo y gastarse el ahorro del aguinaldo en un par de guillerminas carísimas, que no serían más que un disparador para volver a salir corriendo y gastarse el aguinaldo del año siguiente por la misma irritante, e irremediable, causa. Pero más allá de algunos inconvenientes, siempre nos las arreglábamos para llegar al primer día de clases con todo listo… (a excepción del certificado médico, que nunca entregué antes de mediados de abril).

Yo no era fácil en las mañanas. No me malentiendan, solía arreglármelas sola para prácticamente todo, pero no podía evitar sentir la frazada como una muralla de la que no podía salir sin protección para la supuesta helada que había afuera. Es así que, mi mamá tomó la costumbre de meterme el uniforme del colegio adentro de la cama por un costado, para salir al mundo ya vestida. No me malentiendan, no es que no quisiese salir porque no me gustaba ir al colegio, al contrario, me encantaba, pero cambiarme afuera de la cama era algo que no podía negociar. Una vez que ese asunto se resolvía, yo ya estaba con los mejores ánimos, tomaba una chocolatada, me ponía las guillerminas a estrenar y, por lo general, miraba el principio del segundo capítulo de Phinneas y Ferb, que, para el que no esta familiarizado con la programación de Disney de la década del 2010, significaba que ya eran las ocho, y que iba a llegar tarde. Nancy, amiga de mi abuela y secretaria del colegio, me suplicaba que llegue temprano la próxima, porque le daba pena ponerme el sellito de “llegada tarde” en el cuaderno de comunicaciones. Yo le juraba que así sería, aunque nunca me tomé la promesa muy enserio, porque en el fondo creo que me gustaba mirar un rato más de dibujitos, ir con un poco menos de tráfico en la calle, tocar timbre en la puerta vacía del colegio, esperar a que el portero, Iván, me venga abrir, reírme con uno de sus chistes, y charlar un rato con Nancy.

Igualmente, había otra motivación aún mayor que estaba implicada en la vuelta a clases, algo que mantenía en el centro de mi conciencia todo el verano. Quizás me estaba precipitando un poco, pero para mi retomar las clases era estar un paso más cerca de agosto, es decir, un paso más cerca de los ensayos para la obra de teatro anual de fin de clases. Sin exagerar, cuando me entregaban el guion sentía como si tuviese un fangote de oro en manos. Los ojos se me duplicaban en tamaño, ponía cara de loca y le sonreía a la señorita con mis dos paletones sobresalientes, exclamando “¡GRACIAS!”. Había un poco de bronca entremezclada también, porque por más de que todo el año mantuviese las mejores notas, las señoritas nunca me tenían en cuenta como potencial protagonista o si quiera como personaje secundario. Había unos personajes que se encontraban aún más abajo en los rangos de importancia en la obra, a los que llamaban “los inventados”. Al ser un curso de treinta chicos, al ser obligatorio que todos participemos y al no existir historias con tantos personajes, las señoritas necesitaban inventar algunos que no modifiquen la trama para cubrir los cupos. Yo siempre era de esos. No me asignaban más de tres líneas y cuando llegaba a casa de mis abuelos derramaba un par de lágrimas en secreto. Estaba harta de que todos los años los roles más relevantes los ocupen los mellizos de pelo dorado o Justo y Juani, quienes siempre se llevaban el galardón de los payasos de la clase. Cabe aclarar, que, de todas formas, yo me sentía feliz por ellos y, al fin y al cabo, me gustaba verlos actuar porque tenían su carisma.

Después de dar vueltas sin parar alrededor de la mesa verde redonda y de caminar por toda la casa mientras relataba discursos argumentativos sobre la injusticia que vivía, terminaba sacando mis propias reflexiones y encontraba formas diferentes de pensar la situación a cada rincón, costumbre que sigo manteniendo. Mis abuelos me miraban riéndose y me escuchaban, y aunque no tuviesen mucho lugar para acotar con algún consejo yo valoraba su oreja y ellos eran felices de prestarla. Acto seguido, me iba al estar y me leía todo el guion de un tirón. Y no solo eso, sino que me lo aprendía de memoria. Ensayo tras ensayo recordaba que no me gustaba actuar, más bien, me gustaba leer la historia y verla en acción. Memorizarme el guion era como un doble ejercicio, me atrapaba leerlo, pero al mismo tiempo entre más me lo aprendía lo sentía como propio. Me gustaba recitar todas las líneas de corrido en la escalera de mi casa, escuchar como sonaban, escucharlas también en boca de mis compañeros como si estuviesen interpretando algo escrito por mí, ayudarlos a aprenderse sus líneas en los recreos y, en el día del acto, ver mi obra realizada.

Llegaba el verano de nuevo. Habría Word en la computadora de mi abuelo. Ponía el título de una película que había visto alguna vez en la tele. Anotaba los nombres de mis compañeros en lista, los resaltaba con sus colores favoritos, y les elegía un papel. Inventaba algún que otro diálogo y llenaba como mucho dos páginas. No era una guionista muy ambiciosa, pero esos pequeños y esporádicos escritos me servían para calmar la ansiedad hasta el próximo agosto.

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